Literatura Mexicana Contemporánea

Uniones entre vacíos

Yuri Herrera, Señales que precederán al fin del mundo, Madrid, Periférica, 2010.

La escritura aparentemente sencilla siempre va acompañada de rigor, del artificio que es natural, orgánico, pero, sobre todo, es una continua conversación y diálogo con el lector: elude los intrincados ornatos del hermetismo intelectual; es diáfana, claro, mas no por ello es panfletaria, o en un casi extremo, sermonaria. No se desborda para “mirarse a sí misma”, se despliega para “rizomarse” en aquel que la lee. Así la de Yuri Herrera. Y en algo recuerda a la de Luis Cernuda: en ambas la economía del lenguaje dosifica las afecciones, imanta las imágenes en nuestra mente, eclosiona el lirismo. Son afiladas y concisas.

En este caso me refiero específicamente a la novela Señales que precederán al fin del mundo, la segunda de Herrera, en la que los nueve capítulos que la componen, donde Makina, donde el tránsito terrenal que la lleva en busca de su hermano al Gabacho, donde final e inicio no son lo que significan sino otro viaje, son una cierta realidad simbólica que nos toca por su contemporaneidad: la migración de hispanohablantes hacia el norte del continente en busca de mejores condiciones de vida y la brutalidad con la que son cazados, la mirada prejuiciosa y de odio que tiene el hombre blanco contra el que no es como él, el entretejido lingüístico constituyente de identidad (“tránscrito” [1], como le llamó Cristina Rivera Garza), el sentimiento de pertenencia o no pertenencia a un lugar donde no naciste, entre otros. Lejos de ser una exposición o representación de hechos ahora cotidianos, Yuri Herrera consigue crear en esta nervazón escrituraria un híbrido indefinible que puede transterrarse por los nueve niveles del inframundo (y no hablo sólo de la protagonista, sino del lector también) hasta llegar ¿a dónde, donde no hay salida? No, sino a un cierto tipo de realidad inexplorada en la forma en la que este autor lo hace. Uno de los grandes aciertos de Herrera es que traslada esa dimensión é(t/p)ica del pasado mitológico de las civilizaciones precolombinas a un presente ineludible, o mejor aún, él ve –y nosotros con él– su actualidad persistente.

            Toda escritura, también, es la puesta en escena (siempre práctica) de una ética, y por ende, de un posicionamiento político. La condición de profesor que tiene Yuri Herrera en Estados Unidos, y digamos, hasta cierto punto, de tránsfuga con lugares de preferencia, lo convierte también en un híbrido –por estar en ambos lados, como Makina y muchas personas más– atravesado por las situaciones cambiantes de la sociedad de la que participa, y dicha condición, dicho sentimiento de vida, al hermanarte con gente desconocida aunque sea de una forma frágil, instantánea, te da una experiencia de extrañamiento que te impide mantener una postura dicotómica de las cosas. Tal reducción del mundo sería absurda e incluso necia. Esto es lo que hace también que la novela abra de nuevo los canales de comunicación hacia y en el otro: me da cuenta de que soy una mixtura de multiplicidades [2], me hace ver mi individualidad en tanto que no cabe la posibilidad de atomizarme, porque estoy en continuo flujo e interacción con otros; carezco de centro en mí, o si lo tengo, no es mío sino de cualquiera con el que soy. Makina, por ejemplo, es quien atraviesa y es atravesada por mujeres, niños y hombres con los que ha convivido desde su natural condición de tránsfuga. Ella es ellos, y viceversa. Es por lo anterior que en la escritura de Yuri Herrera, en su diafanidad, en su aparente sencillez, veo una propuesta estética del decir siendo, no mediante trucos verbales, sino mediante las condiciones que me han llevado a ser quien soy, es decir, no porque se escriba la historia de Makina quiere decir que el escritor pasó por las mismas circunstancias que la protagonista, pero sí quiere decir que conoce, por haberlas vivido de una u otra forma (como lo expuse más arriba), las experiencias que un continuo de marcas indelebles por donde transcurre lo narrado, y por lo tanto, lo compartido.

Asimismo, en las caracterizaciones de los personajes, parecería que siempre se nos está ocultando algo que es muy evidente, como si existieran vacíos o huecos por donde se entreteje la novela. Y cada lector notará que hay como un velo que los cubre y descubre continuamente. Nunca se nos dice quiénes son en verdad, pero lo inferimos por sus acciones, por el lugar que ocupan en tanto si pueden mandar o no a otros, si tienen lugar donde quedarse o no, lo cual es curioso y hasta contrario a la diafanidad de la escritura de Yuri a la que me referí al inicio; no obstante, más que contraria, es meritoria por su oblicuidad: su no decir de manera directa impide que se agote el texto: regresando a la frase de Wilde: “Definir es limitar”. Y si recordamos el episodio donde Makina reflexiona sobre las bodas entre hombres con hombres o mujeres con mujeres, veremos que hay un sentimiento de orgullo en ser ex-céntrico, pero, también, uno de traición al ver que hay quienes participan de aquello contra lo que han ido a contracorriente, y que terminan por dejar de serlo. Por lo que ésta es una novela que hay que leerla desde esos vacíos (por darles un nombre), desde ambas vías de comunicación (claridad y velamiento), porque en ellas está la clave de lectura de cada lector, y en la medida en que pueda avanzar desde sí mismo, avanzará hacia y con los demás.

 Alonzo Caudillo
Facultad de Filosofía y Letras, UNAM

[1] Cristina Rivera Garza, Los muertos indóciles. Necroescrituras y desapropiación, México, Tusquets, 2013., p. 153.

[2] Gilles Deleuze y Félix Guattari, Rizoma, México, Fontamara, 2009., p. 32.

 

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