José María Espinasa, Historia mínima de la literatura mexicana del siglo XX. México: El Colegio de México, 2015.
En su mayoría, los trabajos de investigación que se realizan dentro de la universidad (tesis, ponencias, artículos, libros) tienen como antecedente la identificación del lugar que ocupa el autor o la obra de estudio en la tradición literaria: su situación ante los demás miembros de un grupo, la relación que pudiera existir con obras publicadas en el mismo corte temporal, la distancia o cercanía que media con producciones anteriores, el diálogo con el contexto social donde se gestó, la comprensión del campo literario en que el autor se desenvolvía… Estos y otros saberes son –la mayoría de las veces– bien dominados por estudiantes e investigadores, aunque en ocasiones dejados de lado puesto que se privilegian actividades más prestigiada dentro del gremio: la hermenéutica del texto literario o la reflexión teórica, por ejemplo.
Índices de revistas, catálogos, historias, entre muchos otros, se asumen como empresas menos relevantes dentro de las posibles tareas que el interesado en la literatura realiza. Frente a la incuestionable relevancia y seriedad de la edición crítica o la menospreciada labor de la difusión literaria, hay algo que no cambia: la historia de la literatura siempre está en boca de todos por las incontables fallas que se cometen en su nombre.
Bajo este contexto, José María Espinasa publica en 2015 su Historia mínima de la literatura mexicana del siglo XX dentro de “una serie de referencia en la divulgación universitaria y que, aunque está hecha dentro de una institución académica, se dirige [–en sus propias palabras–] a un público más amplio que el de los especialistas” (14).
Visto de ese modo, este volumen no puede ser juzgado bajo un criterio de profundidad o aspiración de totalidad en la información expuesta, pero sí por el tipo de literatura que divulga, el modo en que organiza la periodización, las regiones que privilegia y la postura que mantiene ante la construcción de jerarquías y silenciamientos que se han dado a lo largo del siglo pasado.
Para quienes precisan de una guía general de la cultura literaria en la pasada centuria no dudo que este libro será un buen camino a recorrer: una pluma ágil y los temas expuestos lo certifican. Más allá de los reparos que se le puedan hacer (me extenderé en esto más adelante), el libro cumple el cometido de presentar en un relato ordenado las estaciones más conocidas de la historia literaria mexicana. En general, este modo de proceder evidencia cómo autores, grupos y obras se privilegian (o se olvidan) en el relato de la historia en menoscabo de la comprensión de las relaciones que se dan dentro del sistema. Incluir a grupos antes relegados o autores “raros” y periféricos sólo acentúa la creencia de que a un listado más amplio –o a un listado paralelo al convencionalmente presentado– corresponde una mejor comprensión de la historia: lo cual no necesariamente es cierto.
Dividido en once capítulos, la estructura del volumen oscila entre cortes temporales por década (“los años cuarenta”, “los años cincuenta”, “los años sesenta”, “los años setenta”, “Haga su jugada: la casa pierde” –enfocada en los años de 1980–, “los años noventa”), la lectura del conjunto mediante la elección de un grupo o libro icónico (“Ulises regresa”, “Poesía en movimiento”) y las problemáticas obligadas (“el cambio de siglo” –del inicio del siglo XX–, “las polémicas nacionalistas” –desde la plataforma de la narrativa de la Revolución–, “Un final del siglo entre paréntesis”, para referirse al cierre del XX y a los umbrales del XXI).
Estructuralmente, el resultado es una obra que se apega a la periodización más reiterada en los trabajos de revisión panorámica de la primera mitad del siglo XX y que se conjuga con el tipo de cortes temporales que se ha extendido entre el círculo de especialistas en fechas recientes. Cuando los grupos paradigmáticos, las revistas y las antologías no sirvieron como herramientas críticas dentro de la vasta producción literaria, se optó paulatinamente por articular en décadas los cortes históricos.
En su procedimiento estructural, el de Espinasa es muy semejante al volumen coordinado por Manuel Fernández Perera, La literatura mexicana del siglo XX (México: FCE/Conaculta/Universidad Veracruzana, 2008), en tanto que ambos privilegian el carácter temporal (lineal) de la reconstrucción histórica. Este aspecto secuencial subraya en la percepción del lector un sentido de avance ordenado o, cuando menos, de unicidad en el flujo de producciones, cuando más que una historia de la literatura se tienen muchas literaturas en una historia múltiple y compleja.
Pasados quince años del fin del siglo pasado, acercamientos como el que aquí comentamos resultan necesarios para organizar los alcances de una producción que aún no se valora en toda su dimensión. El corte general parece decirnos que los primeros sesenta años del siglo pasado están trabajados, los siguientes diez están estudiándose, pero los últimos veinte años son un bosque que apenas cartografiamos desde el aire. Algo semejante se nota en el libro de Espinasa, por ejemplo, cuando contrastamos la amplitud del capítulo dedicado a las polémicas nacionalistas y lo restringida que parece la década de 1970 en su recuento, al presentarse teniendo como foco lo que sucede alrededor de una sola revista: Plural. Identificada con un autor central de la cultura literaria, esta elección (más allá del buen material o no que se pueda leer en este capítulo) deja fuera de la discusión un extenso abanico de posibilidades en uno de los cortes temporales más intensos y, sin duda, nodales para la literatura contemporánea. Para seguir en el terreno de las publicaciones periódicas, es el periodo donde la experiencia de Pájaro Cascabel o El Corno Emplumado (de los años sesenta) contribuyó a formar el público que acogió la aparición de El Zaguán, Cuadernos de Literatura o, hacia el final, Cartapacios, por mencionar sólo tres de una extensa nómina: cada una con una personalidad distinta y, sobre todo, buenos indicios de un proceso mayor en el que la circulación de la literatura tomaba nuevos derroteros. Si antes habíamos asegurado que no se puede criticar un libro como éste por no abordarlo todo, es evidente que no mencionar un amplio espectro de revistas setenteras donde se gestó gran parte de las literaturas que serán el precedente directo de la actual producción literaria es injusto (por decir lo menos).
Los primeros capítulos son los más sólidos y claros para el aprendiz (lo mismo que para el especialista), sin embargo los que corresponden a la etapa de cierre del siglo XX son cada vez más breves y adolecen del contexto histórico y el cultural en el papel central que había jugado. El resultado es que hacia el final se nota la premura (el capítulo dedicado a la década de los años noventa tiene sólo 14 páginas, casi las mismas que le dedica a Ramón Rubín, por ejemplo). Lo que antes había sido una crónica arriesgada se vuelve un repaso de nombres o de obras particulares. Más allá de pedir una historia de caudillos literarios de los últimos veinte años del siglo XX, echamos de menos la estimulante relación de la literatura con otras producciones culturales del periodo y su inserción dentro de un proceso más amplio, tal como se bosquejó en los capítulos iniciales del libro.
La unidad estilística, así como el que este libro no sea una mera recopilación de notas críticas publicadas con antelación por José María Espinasa, sino un proyecto con unidad y preparado por un reconocido lector dentro del medio, le dan al rasgo divulgativo un carácter más arriesgado. Por ejemplo, a veces más que una historia literaria leemos una historia cultural mexicana (lo cual se desvía del cometido central, pero sirve para comprender de mejor manera el campo literario). Están también los decididos afanes de intervenir en la visión crítica de la historia al insertar en el canon a autores poco explorados, por ejemplo, lo que hace con la obra narrativa de Ramón Rubín (no sólo por dedicarle 13 cuartillas, sino por detenerse en su biografía y en la edición de su obra completa) y, aún más provocativos y más alejados de la idea de difusión son los gestos –muy pocos, desafortunadamente– que destaca para filiar la obra de un autor con otro y establecer lazos de comunicación que pocas veces habían sido considerados. Quede como muestra la siguiente:
A Santa le deben tanto el cine como la novela mexicanos todo un catálogo prostibulario, de las películas de rumberas a las ficheras de los setenta y ochenta, de La escondida (Miguel N. Lira) a Otilia Rauda (Sergio Galindo), en el cine de Aventurera (Emilio “El Indio” Fernández) a El diablo y la dama (Ariel Zúñiga). O, incluso, en una de las narradoras más notables del inicio del siglo XXI, Nadie me verá llorar (1999), de Cristina Rivera Garza” (27).
De igual manera, nos queda a deber este volumen un índice de autores y de obras (no un índice analítico, sino uno de referencia para para facilitar la consulta del lector) y una bibliografía general que le sirva al interesado para continuar sus lecturas.
Si bien el libro de Espinasa es una historia de la literatura mexicana (y no de las literaturas que emergieron en este territorio), fundada todavía en lo excepcional de los autores y en la grandeza de ciertas obras,[1] podemos asumirlo como parte de movimiento mayor que se entrena en el difícil arte de historiar las literaturas mexicanas del siglo XX.
Israel Ramírez
El Colegio de San Luis
[1] Recomiendo la consulta de Franco Moretti, Graphs, Maps, Trees: Abstract Models for Literary History (London: Verso, 2005), donde mediante una provocativa metodología que emplea gráficos provenientes de la historia cuantitativa, mapas de la geografía y árboles de la teoría evolutiva, parte de una “distant reading” que analiza no tanto los detalles de las obras literarias excepcionales sino lo que tiene de común un corpus extenso en grandes cortes temporales con la finalidad de destacar sus relaciones, estructuras, formas y modelos en la configuración de una historia literaria.